
Cuando se casaron, él tenía 25 y ella 23, para la época eran «bastante grandes». Su sueño fue siempre muy claro: formar su familia y tener hijos. Sin embargo, los años pasaban y cada vez era más difícil convivir con la dura realidad de no poder quedar embarazados.
Hoy, ya pasaron 26 años de aquellos días tristes, porque «las chicas llenaron ese espacio». Caro y Rebe Laborde le dieron sentido a la vida de Ariel y Cristina, sus padres, quienes lucharon para ser la familia que son.

Un 21 de marzo del 93, Ariel viajó a la Pampa de Achala porque se enteró de que una mamá quería dar en adopción a su bebé. Claro, otra era la época y por ende, los marcos legales.
«Recuerdo que fue el día de mi cumpleaños, llegamos al colegio Liqueño en auto y de ahí caminamos horas por la montaña hasta llegar a la casa de la señora»

En una casita hecha con paja y con barro que te obligaba a agacharte para entrar, ahí estaba Magdalena. Una mujer de unos 43 años que cursaba el séptimo mes de embarazo, y este sería su parto 12 o 13. Una cruda realidad fue la que observó Ariel, pero siempre con la esperanza intacta de encontrar allí a su primera hija.
«Llegamos, almorzamos algo y nos pusimos a conversar. Era una señora que tenía muy claras sus ideas. Y ya había dado en adopción a siete de sus hijos. Claro, uno piensa que va a ser más fácil…ella me dijo que sí, que quería dar a su bebé, pero quería saber a quién. Saber que ese niño iba a estar mejor con otra familia».
Ariel recuerda que Magdalena tenía una huertita y algunos animalitos. Vivía de sacar piedras de la montaña que luego vendía en el colegio, un punto de referencia para los lugareños.
Muy emocionado, reflexiona a sus 52 años que «no existe acto de amor más grande que dar a tu propio hijo, para que esté bien», y afirma que le costó un tiempo entenderlo y madurarlo.
Antes de la llegada de las nenas, eran tiempos muy duros para Ariel y para su esposa. Se sometieron por cinco años a tratamientos: «eminencia en medicina que nos decían, ahí íbamos». Pese a la gran cantidad de estudios y hasta intervenciones quirúrgicas, nunca supieron el por qué, y cada vez se hacía más duro vivir con el sueño trunco de ser papás. «Mi señora veía un bebé en la tele y lloraba».
«Cuando Cristina me dijo: ‘está la posibilidad de… ‘ sin persarlo fui a buscarla». Siempre fue solo y reconoce que nunca charlaron el por qué. En ese momento, su esposa tenía mucho miedo de ilusionarse y que nada se concretara.
Después de esta visita, Magdalena le pidió conocerlo, y Ariel decidido y sin pensarlo mucho, le ofreció la casa de su hermana para que pasara allí sus últimos meses de embarazo.
«Mi hermana, un angel, le abrió las puertas de su casa a esta señora. Y yo hacía visita de novio. Iba dos o tres veces por semana a verla, tomábamos mates y charlábamos. Ella me enseñaba muchas cosas».
Ya instalada en Carlos Paz, llegó el día, Magdalena tendría a su bebé. Y por fin se cumpliría el sueño de este matrimonio. En esa época no había tantas precisiones como en la actualidad y Magdalena no había llevado un control médico de su embarazo.
«Una mujer que nunca se había controlado su embarazo, pero que sí tenía experiencia. Yo me acuerdo cuando la fuimos a buscar, ella cruzaba la montaña con un bolsito donde llevaba gasas, algodón, una tijera. Ella iba juntando sus cosistas por si le tocaba dar a luz en cualquier lugar».
Apenas se enteraron de que iba a nacer la bebé, Ariel y su esposa salieron rápido desde Monte Cristo hacia Carlos Paz. Ellos habían dejado todo preparado para recibir a su hija. Con una alegría inmensa se empañan los ojos de Ariel que recuerda cada detalle como si fuera ayer.
«La habían internado en el hospital, yo la saqué de ahí y la asistieron en una clínica privada. Hablé con el médico, le dije que ella -Magdalena- me iba a entregar a su hija. Y llegó, ahí nació Carolina…» Un nudo en la garganta y un leve temblor en los ojos, pausaron el relato de Ariel.
«Hicimos todos los papeles con un escribano, nosotros estábamos felices y llorábamos con Cristina. Magdalena lo único que me pidió era no amamantarla, porque ella se encariñaba. Me dijo: ‘lo único que quiero es darle la bendición y te la llevas’. Y así fue»
Para entonces, nunca habían tenido tantas ganas de llegar a su casa con su hija en brazos. A horas de su nacimiento, la primera noche fuera de la panza la pasó con su familia.
«Teníamos los miedos propios de padres, de no saber, de que lloraba, que por qué no hacía caca. Yo no dormía y esta nena lloraba, lloraba y yo la acostaba en mi pecho y ahí se calmaba»
Después de esta experiencia cuando Carolina tenía casi dos añitos, Ariel adoptó a su segunda niña. Vivieron felices, con amor y con muchos aprendizajes. «Siempre lo supieron, ellas son hermanas y a mí me tienen que hacer acordar que son adoptivas».

Ya han pasado muchos años, las chicas tienen 26 y 24; ya volaron a vivir solas. Incluso, Ariel ya es abuelo. Aunque claro, para los padres no es nada fácil soltarle la mano a los hijos, pero comprenden que así es la vida. Rescatan que recibieron la recompensa de tantos años de lucha y de intentos fallidos, con la satisfacción de no haber vivido un amor más grande que el que existe entre un padre y un hijo. «Ellas le dieron sentido a mi vida, porque sin ellas no somos nada».
Ariel afirma que está lleno de chicos que quieren ser amados y está lleno de padres que quieren dar su amor. «A esas familias que no pueden, tienen que luchar y animarse».
